Un silencio que no otorga

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Fotograma de la película «Silencio en la tierra de los sueños» dirigida por Tito Molina

El cine como todo arte está hecho de arrogancia y llaneza en montos similares, por eso, cuando se anquilosa en su propia sobre dimensión le hace bien volver sobre sus pasos. Un baño de humildad ayuda a reencontrarse con las motivaciones iniciales, así como a un equipo de fútbol engrandecido pero en crisis, descender de categoría suele ayudarle a replantearse ciertos principios.  Ha ocurrido antes. El cine de escuálidos presupuestos y guiones arriesgados ha sido un revulsivo de ingenio y creatividad cuando el séptimo arte se ha mordido la oreja y da palos de ciego.  Si bien el cine de grandes pulgadas lleva rato dando vueltas en el mismo tiovivo de guiones reciclados y efectismos superfluos, el cine de la periferia e independiente también suele afectarse por sus particulares ostracismos creativos.
En el caso del cine ecuatoriano, la mayoría de  sus últimos estrenos también conviven en su propio brete, con preocupaciones y temáticas atravesadas por vectores casi idénticos: migración, desarraigo, autorepresentación y una nación en ciernes sobre los hombros de una juventud fracturada.  Con este panorama, era menester también recuperar las esencias seminales, volver a la horma, una especie de restart, casi un borrón y cuenta nueva.  Y eso es lo que Silencio en la tierra de los sueños, de Tito Molina, aporta de forma enérgica.  Es una película que no causa indiferencia y su arribo no pudo tener un momento más adecuado. Sus pretensiones, que las tiene y bien ganadas, van por otro camino.  Su propuesta se aventura en un terreno difícil, poco explorado, mal definido y mucho menos transferible.  La propuesta de Silencio… no puede ser explicada en un texto, es una película que se explica en sí misma, siendo vista.  Algo intentaré aproximarme, pero me temo que haré aguas a cada párrafo.  También dejaré de lado hablar de sus prenominaciones al Oscar y a los premios Goya, pues para mí son circunstancias promocionales que más bien entorpecen una apreciación sincera.  Los premios en arte son demagogia.
Empecemos por el nombre. Silencio en la tierra de los sueños es tal vez el nombre más cursi puesto a una película en mucho tiempo.  Hay que ser arrojados para ponerle un nombre así a una obra contemporánea.  Madre mía.  Suena a librito de poeta novel.  Sin embargo, también es simple, directo y no se anda con melindres.  No hay gato encerrado.  No hay lectura entre líneas. No promete, porque de eso mismo no se trata. Aquí no hay demagogia. De entrada, a la palabra se le realiza el primer cacheo y se la presenta como llegó al mundo, de ahí para adelante la palabra no solo será una subordinada por el resto de la cinta, sino que cada vez que aparezca, será estéril.  El silencio mata. Sobre todo el silencio que no otorga. Porque suponemos que la película tiene que pronunciarse, decir en cristiano lo que tiene que decir. Pues nada, ley del hielo con el espectador. La palabra tranquilizadora se quedará flotando en el aire, o sobre el agua, nunca mejor dicho
Esta renuncia a cualquier alocución por más minima que sea, promueve una relación entre el espectador y la película a un canal distinto, por eso reclama un espectador que va a tener que aprender sobre la marcha, incluso aquel espectador avezado, entrenado en estas lides.  Pero no se vuelve difícil, cuando menos al principio, porque la cinta no tiene argumento, eso sí, pero tiene argumentos, y la película se sostiene en esos argumentos con una confianza abrumadora, ejemplar.  Ese es su fuerte, ahí radica su consistencia como obra de arte.  Si el cine ya no sabe hacia dónde tirar de la mano del guión, arrastrado por la incapacidad de construir diálogos justificados y con sustancia –nudos gordianos responsables del rezago emocional del cine ecuatoriano- pues hay que soltar las amarras.  Hay que prescindir del guión, dejar rodar a esa piedra de Sísifo y quedarse con lo elemental. Tao puro y duro.
Uno de esos grandes argumentos-sostén es el montaje, y a eso me refiero con ir a lo elemental.  El montaje es el cine. El cine le debe a todas las artes todo, menos el montaje. Es suyo por derecho propio.  El cine inventó el montaje y el montaje inventó al cine, y esta película es una filigrana de montaje cinematográfico. La música -Debussy, Beethoven, los boleros- es ñaña gemela medio benévola medio malvada del otro argumento sostén de la cinta, la cinematografía; puro amor al terruño.  Pura fotografía manaba.  Hay tomas en las que se huele el mar, la sal prieta, la fruta, el picudo, el sol en la piel.
Por otra parte, que el guión tenga poca o ninguna presencia se debe a que el proyecto tiene alientos similares a los de un documental de creación.  No existe una elaborada construcción de personajes ni de escenarios y mucho menos de situaciones.  Se recurre a lo que hay.  Se trata de una crónica sin ambages de la cotidianeidad solitaria de una viuda en un pueblo costero, donde no sucede nada sobresaliente, la interacción social es tangencial y el mundo externo se cuela por la ventana, el televisor y acaso un teléfono.  Es una crónica de la soledad más no llega a ser una apología del abandono.  En rigor, no existen interpretación actoral, composición del cuerpo ni empujes emotivos, a lo mucho partituras físicas marcadas.  La protagonista ejecuta sus acciones domésticas con enésima soltura mientras se interpreta a sí misma.  Solo en el momento en que nos sugiere una evocación emocional, cuando contempla la fotografía del ausente, su gestualidad se quiebra pero no lo suficiente como para  convertirse en un trasnochado auxilio del melodrama. La realidad no tiene por qué perderse en berenjenales dramáticos.
La única posibilidad de una trama la trae el perro.  Su sola presencia aporta vínculo y conflicto.  Trae consigo, pues eso mismo, la posibilidad de que suceda algo en donde no puede suceder ya nada más.  El perro no solo llega a ser una remota compañía para la anciana sino una compañía para el espectador, al que no le agobia lo que ha visto hasta entonces pero le agobia la idea de cómo van a suceder las cosas que tienen que suceder.  De una forma paradójica y difícil de comprender, el perro aporta la humanidad que requiere una cinta bella, plástica, pero tal vez intocable.  El perro es la salida, es un advenedizo barquero del Hades que husmea en la puerta de todos. Generalmente una película pierde interés cuando el destino de los personajes  ya nos tiene sin cuidado, pero en el caso de Silencio no hay que esperar ningún otro destino que el que salta a la vista y lo compartimos todos.  Un destino que ya se filtraba en los largos, cálidos y meticulosos planos detalle a la protagonista.
Silencio en la tierra de los sueños es una película predecible a la que no le importa serlo. Ahí radica su valor. Tal vez pague un precio cuando presenta dificultades para encontrar un final, algo que cierre la historia, y comete redundancias camino al epílogo.  Pero el forcejeo con el equilibrio alcanzado hasta entonces no termina por ser grave gracias al más grande y logrado atributo de la película que es su composición casi hipnótica que la convierte -esto es clave- en una película pequeña que sucede en el interior de cada espectador y con la que se irá a casa, y no sucede precisamente en la vasta pantalla, con todo ese mar restallante y onírico, con su preciosismo desbordante.  Y lo logró despojándose de la mayoría de convenciones cinematográficas que con comodidad se han instalado en la idea que tenemos de lo que debe ser una película ecuatoriana, latinoamericana, mundial.  Porque no es una cinta que pretende contar una historia en stricto sensu, sino te muestra algo que simplemente sucede; algo que sucedió ayer, sucede ahora y seguirá sucediendo, aquí y en todas partes.

—Fabián Patinho / Autor Visual—

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